No hay nada que no puedas hacer... La cuestión es querer hacerlo...

29 ene 2011

Tardes de invierno

Sentada en su butaca preferida pasaba las tardes frías de invierno una muchacha. Con un libro sobre sus piernas mataba las horas aventurándose en otros mundos, donde el espacio y el tiempo no le impedían moverse por donde le apeteciese. Pero ahora ese libro estaba cerrado; sus páginas no sonaban en el silencio del lugar y sus personajes no se movían ni actuaban ante nadie. Silencio absoluto para una joven soñadora.
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El sol seguía alto en el cielo y los niños jugaban y reían entre el griterío de alguna madre advirtiéndole que andase con cuidado para no caer. Ella sonrió; no caer. Dejó escapar un suspiro al cristal y volvió la vista a su libro. Muchos más como ése yacían junto a la butaca, olvidados para muchos, pero no para su mente. Una aventura tras otra, sin moverse siquiera de la butaca. Muchos lugares sin abandonar su casa; muchos mundos sin tomar un cohete ni nave espacial; muchas personas con vidas diversas que le enseñaron cómo afrontar los problemas de sus vidas. Y todos ellos yacían a su lado.
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Estiró un brazo hacia la mesita. No la alcanzaba desde donde estaba. Volvió a intentarlo, impulsándose un poco más. Nada. Apartó su libro e intentó nuevamente alcanzar la mesita sin éxito. Volvió a sentarse cómodamente en la butaca, mirando el techo. ¿Cómo la alcanzo? Miró alrededor: nadie en aquel lugar. Llamó con un "¿hola?" esperando respuesta: ningún sonido. Otro suspiro. Cerró los ojos y volvió a armarse de valor para alcanzar la mesita.
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Un ruido; un golpe. Alguien en el piso superior empezó a moverse apresuradamente y a bajar escaleras. Se acercaba alguien, pero ya era tarde. Había logrado alcanzar la mesita aunque no como hubiese querido ella. En el suelo, se arrastraba lentamente hasta posar una mano sobre la superficie de madera. La otra chica suspiró aliviada.
-No te oí llamar.
-He podido yo sola -le respondió sonriente la joven en el suelo, apoyada sobre un brazo y vuelta hacia atrás para observar.
-Pero te has caído de la butaca.
-Me balanceé demasiado -rió.
-Haberme vuelto a llamar.
-Creí que estaba sola en casa.
-Está bien.
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Se acercó y le quitó de encima la pesada butaca. Aquello podría haberle dolido si lo hubiese sentido. En cambio, permanecía inmóbil, esperando paciente a que su butaca volviese a estar levantada y la cogiesen para devolverla nuevamente a su butaca.
-Deberías tener más cuidado -le sermoneó como las madres que pasaban con sus hijos por la calle.
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La alzaba del suelo y dejaba en la butaca. Le ordenó esperarle y marchó a otra sala. Ella obedeció: había preocupado a su compañera y no quería volver a asustarla. Sus libros estaban junto a la butaca, esparcidos por el suelo; la mesita se había movido cuando ella cayó y la empujó antes de golpearse el rostro; bajo ésta, la alfombra se había arrugado y nadie más parecía haberse dado cuenta de ello.
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Ruido; volvían a acercarse a ella. Se giró y sonrió; su compañera también sonrió apoyada en el respaldo de la butaca. Alzó la mesita y arregló la alfombra, colocó la mesita en su sitio y apiló los libros como estaban.
-¿Qué has leído esta vez?
-Una historia muy bella.
-¿La repetirás?
-Algún día.
-Venga, te vienes conmigo arriba un ratito.
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Se acercó nuevamente y la cogió en brazos. Con cuidado, avanzó hasta el pasillo, salió del salón, subió lentamente las escaleras vigilando por dónde pisaba, alcanzó la puerta de su cuarto y la abrió. Dejó que la muchacha esperase en la cama y volvió escaleras abajo al salón.
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El dormitorio era de un azul claro con cuadros de personajes colgados en una de las paredes. Sintió esa agradable sensación que le recorría cada vez que entraba en esa austera estancia; una sensación de libertad y alegría que sólo los libros podía superar.
-Venga, hay que cambiarse -oyó en la puerta.
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Le ayudaban siempre a vestirse, aunque en los últimos días sorprendía a todos haciéndolo sola. Después de aquello, le peinaban en ese mismo cuarto y le hacían esperar mientras recogían su ropa y el cepillo. Arreglada, la cogían y volvían a llevar hasta las escaleras. Algunos amigos le dejaban bajar por el pasamanos, otros preferían llevarla en brazos por temor a que cayese.
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Al final de las escaleras le esperaba su inseparable amiga y enemiga, la que le ayudaba a avanzar pero le privaba actuar como los demás. Allí la sentó la otra y avanzó hacia la puerta para abrirla. Más dificultosamente, la muchacha avanzaba empujando las grandes ruedas. Llegó a la puerta y miró a su compañera; le sonrió más forzadamente mirando hacia arriba.
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En la calle hacía frío, pero no pasaba nada; tenía su abrigo puesto y la manta por encima de sus piernas... Aunque no las sentía. No sentía el frío; no sintió la butaca sobre ellas, aplastándolas. No sintió nada. Ni el frío metal de la silla de ruedas le afectaba.
-Iremos a dar una vuelta y al médico, ¿de acuerdo?
-Me encuentro bien -se extrañó ella.
-Se te ha caído la butaca encima. A ti no te duele, pero a mí me ha asustado.
-¿Vamos por ti entonces? -se burló la inválida.
-Da igual -rió.